La puerta está abierta. Las palabras no bastan para definir
su total curiosidad, ni el terror que recorre por sus venas. Una maraña de
sentimientos lo impulsa e ingresa en la habitación. Allí dentro todo permanece
en silencio. Un diminuto foco parpadeante ilumina muy tenuemente el ambiente. Detrás,
un chirrido. La puerta cerrándose lentamente, a sus espaldas. Puede sentir con
claridad el descenso de la temperatura. Inspecciona el cuarto con la mirada.
Humedad y polvo. Un deteriorado triciclo con flores secas a su alrededor.
Cráneos humanos en un rincón. Cada vez más frío. El foco ya no parpadea. Las
penumbras se asientan. Cree escuchar una risa, la risa de un niño. No; no es
una, sino varias. Varios niños. Distingue un eco entre las carcajadas:
«Queremos tu carne. Tendremos tu alma.» Se repite una y otra vez. Finalmente no
logra oír más que el silencio. Eternamente.